ONITSHA, el camino de la Vida
En marzo de 1948, Fintan Allen, que apenas tiene doce años, sube temeroso con su madre, la italiana Maou, a bordo de un buque que zarpa de Francia con destino a Onitsha, a orillas del río Níger. Allí les espera Geoffroy Allen, un ingles que trabaja para la compañía comercial UnitedAfrica y que partió a Onitsha movido por sus fantasiosos deseos de recorrer Egipto y Sudán para buscar las huellas de Meroe, el "último reino del Nilo". Mientras Maou cree que el reencuentro con su marido será el comienzo de una epoca feliz, Fintan desconfía de ese desconocido que es su padre y de lo que le aguarda en ese remoto continente. Lo cierto es que África ha abrasado a Geoffroy "como un secreto, como una fiebre", y que este ha quedado cautivado por las creencias y la historia de varios de sus antiquísimos pueblos. Y Maou y Fintan descubren, cada uno a su manera, un mundo nuevo, poblado por personajes singulares, como Okawho, Oya o Sabine Rodes. Ninguno de los tres, no obstante, se siente a gusto entre los blancos que componen la colonia, lo que les acarreará graves problemas. Veinte años despues, Fintan, profesor en Bristol, comprenderá que todo lo que vivió y vio en África lo marcó para siempre.
Sencillez del relato
En lo formal, Onitsha es un relato sencillo, narrado con un lenguaje claro, trasparente, sin grandes pretensiones. Le Clézio consigue que el ritmo de los europeos en el barco sea distinto al ritmo en el continente negro por la percepción diferente que se tiene del tiempo en cada cultura.
Es importante también notar la sensualidad de la narración: todo vibra: los sonidos, los olores, los colores, se imponen con fuerza inusual. La presencia de la naturaleza en un primer plano es una característica que sorprende a los lectores occidentales acostumbrados a prestar menos atención al paisaje. Vivimos de espaldas a ciertos fenómenos, o intentando minimizar sus fuerzas. En Onitsha la lluvia es un personaje, como lo son el río, el sol, los tambores, la tierra roja:
“Los relámpagos se multiplicaban, surgían entre las nubes, y empezaba a descargar la lluvia, primero un tamborileo espaciado en el techo de la chapa, como si rodaran pequeños guijarros por las acanaladuras, y el ruido crecía, se volvía estrepitoso, aterrador. Fintan sentía que se le aceleraba el pulso. Al abrigo de la veranda, miraba la oscura cortina que remontaba el río, igual que una nube, y el fulgor de los relámpagos ya no iluminaba ni las orillas ni las islas. Todo quedaba a merced del agua del cielo, del agua del río, todo quedaba anegado, diluido.” (pág. 64).
Fuente: https://lilianacosta.com/onitsha/
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