El Bosco, artista rebelde e iconoclasta
Esplendida exposición del Bosco en en Prado de Madrid, en la que estuve el pasado junio con Piti.
El artista fue un rebelde, un iconoclasta, un genio
irreverente e incomprendido. Un adelantado a su tiempo.
A continuación us esplendido artículo de Antonio Muñoz Molina: " Mueca y risa de El Bosco".
"Hay que llegar lo más temprano que se pueda al Museo del
Prado para ver la exposición de El Bosco. Hay que llegar cuanto antes y
concentrarse en las obras que no pertenecen al museo. Las otras, algunas de las
más importantes, están siempre allí, presencias reales en el sentido de George
Steiner y en el de Philip de Montebello, el antiguo director del Metropolitan
de Nueva York. Le preguntaron a Montebello hace unos años que para qué sirven
los museos en una época de acceso instantáneo y global a todas las imágenes, y
él contestó, con el aplomo que le caracteriza, que los museos sirven justamente
como guardianes de la presencia real de la obra de arte, su materialidad
precisa, su irreductible singularidad. Pero quienes estamos acostumbrados a
frecuentar sin apuro las obras de El Bosco que se hallan siempre en Madrid
tenemos mucho que aprender y gozar al verlas en compañía de otras llegadas
desde fuera, no solo pinturas de su autoría indudable, sino también obras de
taller y copias o imitaciones de discípulos, y también dibujos, bocetos
prodigiosos de alguien que no sabíamos que era tan buen dibujante, grabados de
cuadros perdidos, miniaturas de libros de horas en las que pululan por los
márgenes muchos de esos monstruos y fenómenos que no nacieron de su
“imaginación desbordante” —hay palabras y adjetivos unidos como por un velcro—,
sino que pertenecían a los vocabularios burlescos y simbólicos comunes durante
su vida.
(Fuente, detalle del panel central de 'El jardín de las
delicias', obra de El Bosco.)
La gran virtud de la exposición del Prado, y del catálogo
que la acompaña, es que nos permite admirar el talento y la rareza de El Bosco
en el interior de la cultura precisa en la que surgieron, no con el anacronismo
complaciente de imaginarlo como un adelantado del surrealismo o del
psicoanálisis. Es halagador pensar que El Bosco fue un gran pintor porque
anticipó nuestro tiempo y nuestra sensibilidad en vez de representar los suyos;
porque fue un rebelde, un iconoclasta, un genio irreverente e incomprendido,
quizás un lunático. Un “adelantado a su tiempo”.
Pero es muy probable que una parte de lo que distingue a El
Bosco no sea su modernidad, sino precisamente su relativo anacronismo. Nació
después que Piero della Francesca y es más o menos contemporáneo de Durero y
Leonardo da Vinci. Pero, si comparamos su mundo visual con el de ellos, nos da
la sensación de que El Bosco pertenece a una época bastante anterior. Y no se
trata de la diferencia cultural entre Italia y los Países Bajos. El Bosco
también parece anterior a pintores holandeses que en realidad vivieron antes
que él, Van der Weyden, Van Eyck. Los cánones renacentistas de la perspectiva
geométrica rigurosa le son ajenos. Y en sus obras conservadas no hay rastro de
una de las grandes invenciones de la pintura holandesa e italiana de su tiempo:
el protagonismo de la individualidad en el retrato. Es una ausencia estética,
pero también social, de mercado y clientela. El Bosco no recibe encargos de
patronos interesados en perpetuar y en publicitar en primer plano sus rasgos
personales. Cuando retrata a un cliente, lo hace a la manera antigua,
piadosamente arrodillado en el margen de una obra votiva, a una escala más
pequeña que las figuras principales. El Bosco, aunque trabajó a veces para
grandes patronos, pertenecía a un mundo relativamente provinciano, a una ciudad
próspera pero no hegemónica, a una forma de entender la vida y el oficio de la
pintura muy anclada en las tradiciones tardomedievales. Ser pintor no era una
elección personal, sino un destino de artesano. Igual que otros nacían en
familias de tintoreros o de carpinteros, El Bosco había nacido en una familia
de pintores. Su casa y probablemente su taller estaban en la misma plaza en la
que se celebraban los mercados. Desde muy pronto perteneció a una de esas
fraternidades a la vez cívicas y religiosas que eran uno de los ejes de la vida
comunitaria. Y su imaginación y su religiosidad estaban arraigadas en rituales
colectivos y sistemas de creencias populares que nos resultan mucho más
exóticos porque no han quedado muchos registros de ellos en la tradición
cultural: las procesiones en las que se mezclaba lo litúrgico y lo pagano, la
poesía oral, las atracciones de feria, los sermones apocalípticos de los
predicadores, los desfiles y las máscaras de carnaval, los refranes y dichos,
las celebraciones del calendario agrícola, la imaginería de los juegos de
naipes, las estampas devotas o grotescas que empezaba a difundir la imprenta.
(Detalle de 'Las tentaciones de San Antonio'.)
Como atestiguó Mijaíl Bajtín, la cultura visual y literaria
del Renacimiento impuso en las artes una separación jerárquica entre lo alto y
lo bajo, lo sagrado y lo profano, lo cultivado y lo vulgar, que hasta entonces
no había existido. El Bosco nos desconcierta y nos seduce porque su mundo es
todavía el de la gran sobreabundancia medieval, el de la simultaneidad y la
yuxtaposición de todo. Al cuerpo idealizado y heroico del Renacimiento
contrapone el cuerpo terrenal, imperfecto, vulnerable o grotesco, el cuerpo
trastornado por la bebida o por la lujuria, el que orina y defeca, el que sirve
igual para el éxtasis que para los tormentos infernales. El Bosco retrata el
caos pavoroso y el júbilo descontrolado del mundo y a la vez su inapelable
orden sagrado, regido por la caída y la condenación. En los cuadros
renacentistas, los personajes se organizan como estatuas o como figuras de
danza en la cuadrícula inteligible del espacio. En El Bosco se arremolinan, se
estrujan, se amontonan, como en la bulla sudorosa de una fiesta popular. Junto
a la cara serena y pensativa de Cristo se acumulan los ceños feroces de los
sayones que lo martirizan y lo despojan. A un lado de un panel está el Niño
Jesús que juega con un molinillo y empuja un andador; en su reverso, el Cristo
adulto se derrumba bajo la cruz en el camino hacia el Gólgota mientras unos
soldados flagelan al mal ladrón y un fraile confiesa al bueno. La Creación y el
Jardín del Edén y la Expulsión de Adán y Eva y el Juicio Final y los fuegos del
Infierno suceden a lo largo de los tres paneles de un retablo con la
circularidad de una danza de la Muerte. El origen del mundo y el final de los
tiempos ocurren a cada momento. Mientras los Reyes Magos adoran a Jesús recién
nacido en una cabaña que sería tan familiar en el paisaje para los
contemporáneos de El Bosco como para nosotros una gasolinera, desde la penumbra
del interior se asoma con una media sonrisa el Anticristo del Apocalipsis. Los
pájaros y los peces tan exactos como ilustraciones de un naturalista parecen
por eso más fantásticos, en medio del torbellino de El jardín de las delicias,
que las torres de pórfido rosa o las criaturas infernales. San José pone a
secar los pañales del recién nacido cobijado junto a una hoguera y mientras
tanto, al fondo, un hombre se dirige a un prostíbulo tirando de un burro sobre
el que va sentado un mono. Hay que llegar cuanto antes al Museo del Prado para
no perderse un pormenor, una pincelada, una veladura, el escalofrío teológico y
la carcajada de El Bosco, la risa en los huesos".
(Fuente: "El país)
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